El cielo de la tarde aceleraba su caída. El color plomizo que ostentaba era símil al gris de los árboles que se elevaban fantasmagóricos. Los muros y las calles se esfumaban al escaso recorrido de la vista en un manto húmedo y sombrío. Todo el entorno asemejaba una cúpula estrecha y amenazadora. Tan falaz como majestuoso, ese cielo ostentaba la magia de su túnica y la profundidad mítica de lo imposible. La fascinación de un impostor. Con su candil alumbraba a los hombres. Con su oscuro tejido denunciaba la pléyade de astros extintos tras una mortaja subyugante y seductora.
Este crepúsculo enfrentaba a mi conciencia con la memoria a la cual pertenecía, hacia él las pupilas se ofrecían insignificantes para poder soportar toda la ignominia del mundo real. Entre las ramas, el cenit se ofrecía a retazos. Anidaba en las horquetas de los árboles, análogo a náufragos en su última desesperación para atarse a una bendición. A mi lado los contornos de los edificios se escurrían sigilosos. Detrás de ellos los hombres sobrellevaban sus días y sus pasiones. Refugios en cuyos rincones se acumulaban historias de gozos y aflicciones, las cuales se hacinaban en esos ángulos disipados que sobrevivían a las desmemorias y a las mudanzas de sus ocupantes. Recuerdos que perduraban anónimos, olvidados, hasta que la demolición los regresaba al polvo desprovistos de pasado y sentimientos.
Advertía que era un huérfano de proyecto y que no había por dónde treparse al hechizo del infinito. Mi residencia no dejaría de ser terrenal, aunque fuese en absoluta desmemoria. Ocuparía un lugar desprovisto de conciencia. Por un lapso apenas intrascendente, sería pasado en la recordación de algún labio amigo y luego nada, con todo lo incomprensible que me inducía ese vocablo. Después de haber sido atestiguado clandestino para la vida, sentía por primera vez un sobresalto. ¿A dónde irían mis emociones? Este estremecimiento no partía del cuerpo. Era una angustia como una llama que me castigaba y dolía desde las entrañas. No ostentaba límites y exasperaba no conseguir aplacarla.
Esa visión divorciada entre el yo corporal y el espíritu me paralizó debajo del firmamento impasible. No había fulgores en este ocaso que se había desplomado inerte como una inmensa mano de piedad para ocultarme.
El cielo de la tarde aceleraba su caída. El color plomizo que ostentaba era símil al gris de los árboles que se elevaban fantasmagóricos. Los muros y las calles se esfumaban al escaso recorrido de la vista en un manto húmedo y sombrío. Todo el entorno asemejaba una cúpula estrecha y amenazadora. Tan falaz como majestuoso, ese cielo ostentaba la magia de su túnica y la profundidad mítica de lo imposible. La fascinación de un impostor. Con su candil alumbraba a los hombres. Con su oscuro tejido denunciaba la pléyade de astros extintos tras una mortaja subyugante y seductora.
Este crepúsculo enfrentaba a mi conciencia con la memoria a la cual pertenecía, hacia él las pupilas se ofrecían insignificantes para poder soportar toda la ignominia del mundo real. Entre las ramas, el cenit se ofrecía a retazos. Anidaba en las horquetas de los árboles, análogo a náufragos en su última desesperación para atarse a una bendición. A mi lado los contornos de los edificios se escurrían sigilosos. Detrás de ellos los hombres sobrellevaban sus días y sus pasiones. Refugios en cuyos rincones se acumulaban historias de gozos y aflicciones, las cuales se hacinaban en esos ángulos disipados que sobrevivían a las desmemorias y a las mudanzas de sus ocupantes. Recuerdos que perduraban anónimos, olvidados, hasta que la demolición los regresaba al polvo desprovistos de pasado y sentimientos.
Advertía que era un huérfano de proyecto y que no había por dónde treparse al hechizo del infinito. Mi residencia no dejaría de ser terrenal, aunque fuese en absoluta desmemoria. Ocuparía un lugar desprovisto de conciencia. Por un lapso apenas intrascendente, sería pasado en la recordación de algún labio amigo y luego nada, con todo lo incomprensible que me inducía ese vocablo. Después de haber sido atestiguado clandestino para la vida, sentía por primera vez un sobresalto. ¿A dónde irían mis emociones? Este estremecimiento no partía del cuerpo. Era una angustia como una llama que me castigaba y dolía desde las entrañas. No ostentaba límites y exasperaba no conseguir aplacarla.
Esa visión divorciada entre el yo corporal y el espíritu me paralizó debajo del firmamento impasible. No había fulgores en este ocaso que se había desplomado inerte como una inmensa mano de piedad para ocultarme.
Querido Jorge,
«Esa visión divorciada entre el yo corporal y el espíritu»
Y tú eres el espíritu!
Tu texto describe implacable el sufrimiento que conlleva identificarse con el ego psico-físico
Abrazo del alma